Mi niña interior se emocionó y sigue emocionándose cuando, al recorrer el sendero, se adentra en los frondosos bosques, las fragas, y descubro con sus ojos ilusionados unas orillas repletas de grandes helechos reflejándose en las increíbles aguas color esmeralda del Eume. Aguas que bajan la mayor parte del tiempo mansas.
Los castaños centenarios y esa huella humana, que se ve muy de vez en cuando, en los pequeños silos redondos construidos con cantos rodados y donde los vecinos almacenaban las castañas que iban recogiendo.
Los riachuelos con sus cascadas.
La zona de los molinos, en cuya proximidad hay un puente con un gran arco de medio punto. El mismo puente por el que accedían antiguamente al monasterio y bajo el cual corre veloz, montaña abajo, el río Sesín. Sus aguas corriendo entre grandes rocas cubiertas de musgo verde oscuro y sobre las que crecen árboles, cuyas raíces quedan al descubierto, creando un precioso efecto mágico.
El sonido del agua, los cantos de los pájaros.
Ver volar las mariposas y las libélulas, quienes parecen estar avisándonos de que la caminata por las Fragas te está transformando el alma.
Aquí la naturaleza es magia.